EL BOLSO
La tercera llave entró. Nico me
empujó, satisfecho: “¡vamos!” Yo lo miré furioso, pero cedí y entré en la casa desconocida.
Hacía calor pese al aire que llegaba
de alguna ventana. El pasillo estrecho se alargaba como un túnel sofocante. Como soy el jefe iba el primero, cauteloso, procurando memorizar el camino.
Nos habíamos hecho con el bolso
la tarde anterior, en un supermercado de la calle Varela. La vieja, absorta en su máquina tragaperras, ni se percató. Pero
cuando íbamos a repartir, resultó que sólo llevaba un portamonedas medio vacío y un reloj de pulsera barato, de señora, que
además no funcionaba. Fue así que decidimos entrar en la casa.
De todos los procedimientos de
mi oficio, éste es el que menos me agrada, dejando aparte la violencia gratuita y bestial. Como no soy carterista ni atracador de Bancos, prefiero el hurto sigiloso y el timo. No obstante,
sobre todo en verano, se presentan buenas ocasiones de escalo. Hay muchos pisos cerrados y la gente suele dormir con las ventanas
abiertas.
Nos encaminamos, pues, a la dirección
que indicaba el DNI de la señora, que resultó ser maestra y llamarse Margarita Pérez Cienfuegos. Antes de entrar en una casa,
hay que reconocer bien el lugar aunque sin dejarse ver mucho. Lo ideal es pasar la víspera, a una hora en que haya mucha gente.
Uno se hace rápidamente una idea de lo que va a encontrarse según el barrio y el piso: joyas, objetos de arte, dinero, o sólo
electrodomésticos. Decide cómo va a entrar (a veces, aún teniendo las llaves, es mejor utilizar la ventana, porque hay portero
o bastantes jardines). Por último, valora si necesitará algún vehículo o hará el trabajo a pie, por qué calles le convendrá
llegar y por cuáles marcharse.
Anochecía. Los comercios echaban
sus persianas y las terrazas empezaban a llenarse. Al ver la casa estuve a punto de renunciar. Entonces advertí que, además
de ser un primero, la calle estaba flanqueada de árboles, uno casi por ventana. Por si esto no bastaba, mi socio quería entrar
de inmediato y me empujaba, medio en broma, llenándome de saliva, con sus rollizos brazos.
Me gusta hacer las cosas bien.
Lo planeamos todo en un bar del centro, a pocos metros de donde habíamos conseguido el bolso. Nos deshicimos de éste en el
río y quedamos al día siguiente en la parada del autobús. Yo llevaría las llaves.
Avanzamos por el pasillo sofocante
sin una linterna. A nuestra izquierda las puertas abiertas enmarcaban sólo tinieblas, pero del fondo llegaba un resplandor
difuso, como de una lamparita.
Por lo demás, la casa estaba sumida
en un silencio completo. No se oía el zumbido del televisor. Que hubiese luz y no ruido no me gustaba. Tal vez la maestra
dormía o leía, tal vez nos había escuchado. Sentí a mi espalda la mole de Nico.
Llegamos a la última puerta. Al
principio, acostumbrados a la oscuridad, no vimos nada. Poco a poco distinguimos algunos bultos en la penumbra. Un murmullo,
apenas un bisbiseo, flotaba junto a la mesa que ocupaba el centro de la habitación, sobre la que yacía la maestra.
Una mano me retuvo. Nos hicieron
sitio y nos acercaron una bandeja. El taburete crujía bajo el peso de mi socio.
Los refrescos estaban calientes
pero el café era bueno.