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Todos han muerto. Poesía completa (1971-2006), de José Barroeta

por Eduardo Moga

 

En un acto de indeseada coherencia, José Barroeta (1942-2006) murió cuatro días

antes de que apareciera Todos han muerto, el volumen que recoge su poesía

completa. Su título corresponde al de su primer libro, publicado en 1971, que

es, a su vez, el de uno de los poemas que contiene. Igual que en Pedro Páramo,

el protagonista visita un pueblo en el que todos han fallecido. Los espectros no

acuden a su encuentro, como en la novela de Rulfo, pero la ausencia dibuja en

torno a él un espacio de estupor: “Todos han muerto./ La última vez que visité

el pueblo/ Eglé me consolaba/ y estaba segura, como yo,/ de que habían muerto

todos.// Me acostumbré a la idea de saberlos callados/ bajo la tierra”. En este

deambular por entre lápidas y ausencias, “Todos han muerto” recuerda a otro

clásico de la literatura mortuoria, Antología de Spoon River, de Edgar Lee

Masters, cuyos epitafios constituyen un cáustico coro de ultratumba. Estremece

la frialdad anatomopatológica con que Barroeta describe el cáncer que lo ha de

abatir en el último poema de su último libro, Elegías y olvidos, cuyo título no

puede ser más notarial: “Enero-4 y 30 a. m.”: “En mi pared bronquial/ con

arquitectura parcialmente alterada/ por neoplasia maligna epitelial/ las células

se disponen en nidos y cestos/ fragmentando el sonoro tejido de la noche”. Con

la gélida poesía de la ciencia, Barroeta enuncia la fatal convergencia de sus

obsesiones y de su vida.

 

 

La muerte es, en efecto, el gran asunto de Barroeta. Preñado de senequismo, el

poeta la advierte clavada en la carne, ínsita en la vida, y afirma: “Mi vida es

un cadáver”. Enroscados en los versos aparecen cráneos, sangre, fantasmas;

abundan los plantos y las invocaciones a lo roto: espejos rajados, quebraduras,

descalabramientos. La muerte ha barrido a las figuras familiares, y su poesía se

abandona a una añoranza rabiosa: canta a los padres, a los hermanos, a los

abuelos y bisabuelos, como si todos, abrazados por la nada, dibujaran un espacio

invulnerable, una heredad a la que no tuviera acceso la destrucción. Barroeta,

poeta lárico –así lo define Eugenio Montejo en su elegante presentación,

recurriendo al término inventado por Jorge Teillier–, evoca también la casa,

otro lugar inmune, y cartografía una comarca en cuyas colinas y bueyes, en cuyos

bosques y caballos, ha arraigado el bien. Como ha señalado Joaquín Marta Sosa,

la terredad es un rasgo característico de la poesía venezolana, aunque en el

caso de Barroeta tenga mucho de ideal: de recreación mítica.

Sin embargo, la poesía de Barroeta, invadida de perecimiento, no es tenebrosa,

sino, por el contrario, celebratoria y regocijada. En primer lugar, porque el

amor se conjuga con la muerte, en una reedición óptima del antiquísimo binomio

de eros y tánatos. En “Amapola”, canta a la flor –fresca, roja: símbolo de vida–

como si fuese una amante acostada en un camposanto: “Cuando estés tú desnuda

sobre los cráneos que amaron/ y los fervientes estemos muertos,/ y las hojas

sean mías sobre esta colina. Oh, amapola…”. En “Montes de leche”, acredita su

pasión pectoral –reflejada también en el poema “Senos”, de aires ultraístas– y

escribe: “En los senos de mi hermana/ hay bosques presentes./ En sus senos viven

los conejos,/ […] y la/ melancolía de morir”.

 

 

Pero la alegría de la poesía barroetiana se debe, sobre todo, a su tono, siempre

grácil y cordial, sin concesiones a lo gárrulo ni a lo estupendo. En Todos han

muerto, lo poético se define como una ruptura tranquila de las expectativas,

como una amable subversión. A menudo no sabemos de qué nos está hablando, pero

nuestra ignorancia no nos incomoda: su dicción no es nunca atiplada; parece

brotar de un convencimiento absoluto en lo que dice. Además, no rehúye lo

concreto: es poesía de lo minucioso, incluso de lo doméstico, donde se despliega

“la cotidiana vivencia de lo irreal”. Barroeta menciona fechas, nombres, hechos,

lugares. A veces, mezcla el mito con lo consuetudinario, como en varios poemas

inspirados en la literatura homérica: el resultado es chispeante y vagamente

burlón. En otras ocasiones, practica una poesía histórica, como en “Yo, el

almirante”, donde consigna posibles elucubraciones de Colón. Pero su

aproximación a la realidad es siempre indirecta: así accede más derechamente a

su esencia. Y, sin incurrir en lo descoyuntado, parece siempre a punto de

hacerlo, en el delicioso límite del caos, como un helado que llevara tiempo

fuera del congelador y, parcialmente derretido ya, supiese todavía mejor. La

dimensión irracional, empero, es acusada: “vivo del desvarío”, afirma en un

poema; en otros alega ser un iluminado, un delirante o un loco. Quizá por eso

abunden las alusiones al alcohol, metáfora elemental de la ebriedad: una

ebriedad órfica que permite una comunión más raigal con el mundo, aunque sin

renunciar a la matemática inherente al oficio poético. Barroeta es, como quería

Supervielle, exacto en la alucinación, o, como él mismo afirma, “riguroso y

oscuro”. El espíritu vanguardista y, en particular, el influjo del surrealismo

se echa de ver a cada paso en Todos han muerto: no es casual la alusión a su

Nadja en el último poema de Cartas a la extraña (1972), ni la mención de una

“tierra soluble”, que recuerda irremisiblemente al pez soluble bretoniano. La

presencia de lo onírico en la poesía de Barroeta es otra evidencia de la

influencia surreal: “la palabra toca las puertas desoladas,/ los restos del

sueño,/ la tierra hermosa de la nada tendida en su primer/ vacío”, escribe en

“Signos”. Aunque no hay que investigar demasiado para persuadirnos de lo que

resulta evidente desde los primeros versos: Barroeta comparte la tradición de la

ruptura –tal como la bautizó Octavio Paz– que nace con los románticos y que se

prolonga hasta los ismos europeos. Los poetas a los que cita u homenajea, y cuya

influencia no es difícil de rastrear en Todos han muerto, acreditan su filiación

analógica y barroca: Lautréamont, Baudelaire, Bécquer, Lorca, Valéry, Vallejo o

Whitman, cuyo “Canto a mí mismo” le inspira un poema homónimo en Culpas de

juglar (1996). De todos, quizá quepa destacar a Isidore Ducasse, que dio nombre

al grupo en el que se formó Barroeta, La Pandilla de Lautréamont (1962), como

recuerda Víctor Bravo en su estudio introductorio. Las imágenes del venezolano,

como las de sus maestros, fluyen, se entretejen, se contradicen, ácueas y

abrasadas. Todos han muerto es un géiser imaginativo y una fiesta de las

palabras, y, por ello, también una fiesta de la existencia. “Mi corazón llega a

la vida por la carne muerta”, escribe Barroeta en el poema “Padre nuestro”, de

Arte de anochecer (1975). Las palabras, bullentes, videntes, arrancan a la

muerte, la compañera infalible, de su trono de oprobio y la transforman en

pretexto para la ironía y para la música, en justificación de la vida, en semen

negro.

 

 

Todos han muerto, en fin, documenta un viaje: un viaje a la memoria, al pasado

de la infancia y al futuro de la muerte, al tuétano de las palabras, al yo y a

su indecible desvalimiento. Acaso por eso aparecen tan a menudo en sus poemas

marinos, navíos, náufragos, puertos, caminos y trenes; y también Ulises y

Cristóbal Colón, entre otros personajes peripatéticos. Pero este viaje es

existencial: va del asombro alborozado de existir a la angustia ineludible de la

nada. El gran mérito de José Barroeta es haber hecho de ese tránsito hiriente un

luminoso camino de palabras. ~

 

 

 

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José Barroeta: El arte de no morir

Rafael Rattia

2006

 

Corrían los fragorosos días de comienzo de la década de los años ochenta del siglo XX; yo formaba parte del primer Comité Nacional de Bachilleres Sin Cupo en la centenaria Universidad de Los Andes, andaba en busca de ingresar en alguna carrera de "ciencias sociales" y el foco natural de agitación para llevar a cabo nuestros propósitos era, obviamente, la Facultad de Humanidades y Educación que a la sazón estaba situada en la celebérrima Avenida Universidad, justo frente al Conjunto Residencial "Los Caciques", allí donde el gran archimandrita del espíritu José Manuel Briceño Guerrero ha formado legiones de almas amantes del pensar, buscadores de la verdad, esclavos del conocimiento universal.

 

 

En uno de los atiborrados pasillos de Humanidades le ví por primera vez: era un flaco de figura endeble y desgarbada, con un eterno cigarrillo entre sus labios y unos libros siempre inquietos entre sus manos alfareras constructoras de mundos imposibles y su febril e indómita imaginación rimbaudiana. Una tarde cualquiera, signada por una terca y pertinaz lluvia, apareció el poeta Pepe Barroeta profiriendo exhortos y arengas confundido entre las multitudes de estudiantes que caminaban con frenético impulso hacia sus aulas: nos convocaba el autor de "TODOS HAN MUERTO" a una lectura de poemas en homenaje a uno de los suyos: El chino Víctor Valera Mora. Al cabo de una hora aproximadamente, el Auditórium de Humanidades estaba a reventar; no cabía un alma. Como pude me colé entre apretujones y alcancé un lugar cercano a los artífices de tan ardorosa y valiente gesta poética. El primero en leer textos fue el poeta Rafael Rossell; luego correspondió leer a alguien que escapa a mi memoria y por último leyó José "Pepe" Barroeta. Aún reverbera en mi memoria la terrible belleza de su prosodia de candela quemante. Su pulquérrima dicción fonológica; su incuestionable e inmaculada sintaxis oral para decir el timbre de los sueños y utopías que hoy siguen pendientes de ser cumplidas para la especie humana en cualquier parte del globo terráqueo. Esa tarde Pepe, leyó el memorable poema "Amanecí de Bala" a una multitud ávida de poesía. Siempre lo supe en el borde de la línea candente donde se juega la existencia por el verso y la metáfora. La tibetana sencillez que exhibía al pasar por entre sus semejantes hacía que quienes sabían quién era él no pudieran creer que: ¡ahí va el poeta Pepe Barroeta!. En mis años de bohemia y alcohol hasta la aguazón, me acercaba al "Tonchalá" a verlo beber y conversar con uno de sus iguales: ese robe con hígado de hierro que es el poeta Acevedo. Cuando Pepe Barroeta visitaba el mítico apartamento que arrendábamos en las Residencias El Trébol todo era una fiesta interminable. La palabra no cesaba de florecer y el enigma era una muñeca rusa que se multiplicaba ad infinitum para ebria alegría de Diómedes Cordero, Federico Ruiz Tirado, Octavio Gonzalez, Piedad Londoño y quien firma esta crónica.

Un largo intervalo de casi una década nos volvió a reunir en Maturín en la sede de la extinta "casa de la poesía monaguense" Félix Armando Núñez. No se puede describir con palabras esa memorable fiesta del espíritu. El poeta Barroeta y su sanchezco amigo de todas las décadas violentas Gustavo Pereira, hablaron y reconstruyeron la historia de la poesía venezolana a la luz de las Revistas "Sol Cuello Cortado" y "Trópico Uno". Pepe contó las más desternillantes anécdotas extraliterarias que entre la tríada onírico-surrealista Pereira-Barroeta-Lira Sosa acometieron en temporadas de intensas vividuras poéticas-existenciales en la Ínsula de Margarita al amparo del espíritu de la poesía.

Porque le conocí de cerca puedo dar fe del espíritu carbonario e irreductible del poeta Barroeta. Jamás anduvo en el grupo de los polichinelas que se desviven por ser invitados al Palacio a hartarse de filette de mignon y guisky 18 años. Su animadversión hacia el poder era proporcional a su inaudito amor por la lengua de Cervantes. Puedo decirlo con la certeza absoluta de que nadie se atreverá a refutarlo: el poeta Pepe Barroeta nació, como su amigo y compañero de quimeras, "de parto bravo" y perteneció a una estirpe de creadores ácratas, insurrectos por línea paterna, ingobernables e insumisos y alérgicos a toda expresión de poder. Su tierna herejía poética justifica todas las irreverencias y transgresiones cometidas contra el orden instituido desde el Almirante hasta el último mesías

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Jose Maria Barroeta Paolini (1942-2006) Venezuela. Poeta. Abogado (UC) Doctor En Literatura Iberoamericana (Universidad de Paris,1981). Profesor de la Escuela de Letras de la Universidad de los Andes desde 1975. Pertenecio a los grupos Literarios “Tabla Redonda” (1959), “El techo de la Ballena (1961), “Tropico uno” (1964, Puerto la Cruz) y en “Haa” (1965).

 

Animador cultural por excelencia, estuvo vinculado al movimiento artístico de Valencia, Carabobo, contribuyendo con la UC en la formación de instituciones de la casa de estudios como su Dirección de Cultura y en la revista Poesía, al lado de intelectuales como Alejandro Oliveros, Eugenio Montejo, J. M. Villarroel París, Teófilo Tortolero y Reynaldo Pérez So.

 

Entre sus libros están Obra poética 1971-1996 (Ediciones El Otro, El Mismo, 2001) y Presencia lírica completa, que recoge los libros Todos han muerto (1971), Cartas a la extraña (1972), Arte de anochecer (1975) y Culpas de juglar (1996).

 

Entre sus distinciones destacan: Primer premio en el festival  Nacional de la juventud (1968) con Todos han Muerto. Premio Literario Pro-Venezuela. Seccion Poesia (1974) Con su libro Arte de Anochecer. Primer premio Bienal de Literatura  “Miguel Otero Silva”  (Ateneo de Barcelona, 1982) con Fuerza al dia.

 

 

 

 

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January 2000

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